martes, 27 de noviembre de 2018

San Columbano, Abad y Monje Misionero - Escritos





Escritos
de
San Columbano,

Abad
y
Monje Misionero

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La grandeza del hombre consiste en su semejanza con Dios,
con tal de que la conserve

Hallamos escrito en la ley de Moisés: Creó Dios al hombre a su imagen y semejanza. Consideren, se lo ruego, la grandeza de esta afirmación; el Dios omnipotente, invisible, incomprensible, inefable, incomparable, al formar al hombre del barro de la tierra, lo ennobleció con la dignidad de su propia imagen. 

¿Qué hay de común entre el hombre y Dios, entre el barro y el espíritu? Porque Dios es Espíritu. Es prueba de gran estimación el que Dios haya dado al hombre la imagen de su eternidad y la semejanza de su propia vida. La grandeza del hombre consiste en su semejanza con Dios, con tal de que la conserve.

Si el alma hace buen uso de las virtudes plantadas en ella, entonces será de verdad semejante a Dios. El nos enseñó, por medio de sus preceptos, que debemos redituarle frutos de todas las virtudes que sembró en nosotros al crearnos.

Y el primero de estos preceptos es: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, ya que él nos amó primero, desde el principio y antes de que existiéramos. Por lo tanto, amando a Dios es como renovamos en nosotros su imagen. Y ama a Dios el que guarda sus mandamientos, como dice él mismo: Si me amas, guardarás mis mandatos. Y su mandamiento es el amor mutuo, como dice también: Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado.

Pero el amor verdadero no se practica sólo de palabra, sino de verdad y con obras. Retornemos, pues, a nuestro Dios y Padre su imagen inviolada; retornémosela con nuestra santidad, ya que él ha dicho: Sean santos, porque yo soy santo; con nuestro amor, porque él es amor, como atestigua Juan, al decir: Dios es amor; con nuestra bondad y fidelidad, ya que él es bueno y fiel.

No pintemos en nosotros una imagen ajena; el que es cruel, iracundo y soberbio pinta, en efecto, una imagen tiránica. Por esto, para que no introduzcamos en nosotros ninguna imagen tiránica, dejemos que Cristo pinte en nosotros su imagen, la que pinta cuando dice: La paz les dejo mi paz les doy. Mas, ¿de qué nos servirá saber que esta paz es buena, si no nos esforzamos en conservarla?

Las cosas mejores, en efecto, suelen ser las más frágiles, y las de más precio son las que necesitan de una mayor cautela y una más atenta vigilancia; por esto, es tan frágil esta paz, que puede perderse por una leve palabra o por una mínima herida causada a un hermano.

Nada, en efecto, resulta más placentero a los hombres que el hablar de cosas ajenas y meterse en los asuntos de los demás, proferir a cada momento palabras inútiles y hablar mal de los ausentes; por esto, los que no pueden decir de sí mismos: Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento, mejor será que se callen y, si algo dijeren, que sean palabras de paz.

San Columbano, Instrucción 11, sobre el amor (1-2: Opera, Dublín 1957, pp. 106-107)
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Luz perenne en el templo del Pontífice eterno

¡Cuán dichosos son
los criados a quienes el Señor,
al llegar, los encuentra en vela!

Feliz aquella vigilia en la cual se espera al mismo Dios y Creador del universo, que todo lo llena y todo lo supera.

¡Ojalá se dignara el Señor despertarme del sueño de mi desidia, a mí, que, aun siendo vil, soy su siervo!

Ojalá me inflamara en el deseo de su amor inconmensurable y me encendiera con el fuego de su divina caridad!; resplandeciente con ella, brillaría más que los astros, y todo mi interior ardería continuamente con este divino fuego.

¡Ojalá mis méritos fueran tan abundantes que mi lámpara ardiera sin cesar, durante la noche, en el templo de mi Señor e iluminara a cuantos penetran en la casa de mi Dios!

Concédeme, Señor, te lo suplico en nombre de Jesucristo, tu Hijo y mi Dios, un amor que nunca mengüe, para que con él brille siempre mi lámpara y no se apague nunca, y sus llamas sean para mí fuego ardiente y para los demás luz brillante.

Señor Jesucristo, dulcísimo Salvador nuestro, dígnate encender tú mismo nuestras lámparas, para que brillen sin cesar en tu templo y de ti, que eres la luz perenne, reciban ellas la luz indeficiente con la cual se ilumine nuestra oscuridad, y se alejen de nosotros las tinieblas del mundo.

Te ruego, Jesús mío, que enciendas tan intensamente mi lámpara con tu resplandor que, a la luz de una claridad tan intensa, pueda contemplar el santo de los santos que está en el interior de aquel gran templo, en el cual tú, Pontífice eterno de los bienes eternos, has penetrado; que allí, Señor, te contemple continuamente y pueda así desearte, amarte y quererte solamente a ti, para que mi lámpara, en tu presencia, esté siempre luciente y ardiente.

Te pido, Salvador amantísimo, que te manifiestes a nosotros, que llamamos a tu puerta, para que, conociéndote, te amemos sólo a ti y únicamente a ti; que seas tú nuestro único deseo, que día y noche meditemos sólo en ti, y en ti únicamente pensemos. Alumbra en nosotros un amor inmenso hacia ti, cual corresponde a la caridad con la que Dios debe ser amado y querido; que esta nuestra dilección hacia ti invada todo nuestro interior y nos penetre totalmente, y hasta tal punto inunde todos nuestros sentimientos, que nada podamos ya amar fuera de ti, el único eterno. Así, por muchas que sean las aguas de la tierra y del firmamento, nunca llegarán a extinguir en nosotros la caridad, según aquello que dice la Escritura: Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor.

Que esto llegue a realizarse, al menos parcialmente, por don tuyo, Señor Jesucristo, a quien pertenece la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

San Columbano, Instrucción 12, sobre la compunción (2-3 Opera, Dublín 1957, pp. 112-114)
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La insondable profundidad de Dios

Dios está en todas partes, es inmenso y está cerca de todos, según atestigua de sí mismo: Yo soy —dice— un Dios de cerca, no de lejos.

El Dios que buscamos no está lejos de nosotros, ya que está dentro de nosotros, si somos dignos de esta presencia.

Habita en nosotros como el alma en el cuerpo, a condición de que seamos miembros sanos de él, de que estemos muertos al pecado.

Entonces habita verdaderamente en nosotros aquel que ha dicho: Habitaré y caminaré con ellos. Si somos dignos de que él esté en nosotros, entonces somos realmente vivificados por él, como miembros vivos suyos: Pues en él —como dice el Apóstol— vivimos, nos movemos y existimos.

¿Quién, me pregunto, será capaz de penetrar en el conocimiento del Altísimo, si tenemos en cuenta lo inefable e incomprensible de su ser? ¿Quién podrá investigar las profundidades de Dios? ¿Quién podrá gloriarse de conocer al Dios infinito que todo lo llena y todo lo rodea, que todo lo penetra y todo lo supera, que todo lo abarca y todo lo trasciende? A Dios nadie lo ha visto jamás tal cual es. Nadie, pues, tenga la presunción de preguntarse sobre lo indescifrable de Dios, qué fue, cómo fue, quién fue. Estas son cosas inefables, inescrutables, impenetrables; limítate a creer con sencillez, pero con firmeza, que Dios es y será tal cual fue, porque es inmutable.

¿Quién es, por tanto, Dios? El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios. No indagues más acerca de Dios; porque los que quieren saber las profundidades insondables deben antes considerar las cosas de la naturaleza. En efecto, el conocimiento de la Trinidad divina se compara, con razón, a la profundidad del mar, según aquella expresión del Eclesiastés: Lo que existe es remoto y muy oscuro, ¿quién lo averiguará? Porque, del mismo modo que la profundidad del mar es impenetrable a nuestros ojos, así también la divinidad de la Trinidad escapa a nuestra comprensión. Y, por esto, insisto, si alguno se empeña en saber lo que debe creer, no piense que lo entenderá mejor disertando que creyendo; al contrario, al ser buscado, el conocimiento de la divinidad se alejará más aún que antes de aquel que pretenda conseguirlo.

Busca, pues, el conocimiento supremo, no con disquisiciones verbales, sino con la perfección de una buena conducta; no con palabras, sino con la fe que procede de un corazón sencillo y que no es fruto de una argumentación basada en una sabiduría irreverente. Por tanto, si buscas mediante el discurso racional al que es inefable, te quedarás muy lejos, más de lo que estabas; pero si lo buscas mediante la fe, la sabiduría estará a la puerta, que es donde tiene su morada, y allí será contemplada, en parte por lo menos. Y también podemos realmente alcanzarla un poco cuando creemos en aquel que es invisible, sin comprenderlo; porque Dios ha de ser creído tal cual es, invisible, aunque el corazón puro pueda, en parte, contemplarlo.

San Columbano, Instrucción 1, sobre la fe (3-5: Opera omnia, Dublín 1957, pp. 62-66)
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Señor, danos siempre de este Pan.
El profeta dice:
“Sedientos todos, acudan por agua” (Is 55,1)

Se trata de los que tienen sed, no de los que beben.

Llama a los que tienen hambre y sed, aquellos que en otra parte les nombra bienaventurados (Mt 5,6), aquellos cuya sed jamás se apaga, y cuya sed aumenta cuanto más van a la fuente a beber. 

Debemos pues, hermanos, desear la fuente de la sabiduría, el Verbo de Dios en las alturas, debemos buscarla, debemos amarla.

En ella están escondidos, tal como lo dice el apóstol Pablo, “todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,3) e invita a beber a todos los que tienen sed. 

Si tú tienes sed, vete a beber a la fuente de vida. Si tienes hambre, come el pan de vida. Dichosos los que tienen hambre de este pan y sed de esta fuente. Bebiendo y comiendo sin fin, desean cada vez más beber y comer; dulce es este alimento y dulce esta bebida. Comemos y bebemos, pero seguimos teniendo hambre y sed; nuestro deseo está colmado y seguimos deseando. 

Por eso David, el rey profeta, clama: “Gusten y vean qué bueno es el Señor” (Sal 33,9). Por eso, hermanos, sigamos nuestra llamada. La Vida, la fuente de agua viva, la fuente de la vida eterna, la fuente de la luz y manantial de claridad, ella misma nos invita a venir y beber (Jn 7,37). Allí encontramos la sabiduría y la vida, la luz eterna. Allí bebemos del agua viva que mana hasta la vida eterna (Jn 4,14).

San Columbano (563-615), monje, fundador de monasterios - Instrucción espiritual, 12,3
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El que tenga sed que venga a mí y que beba

Amadísimos hermanos, escuchen nuestras palabras, pues van a oír algo realmente necesario; y mitiguen la sed de su alma con el caudal de la fuente divina, de la que ahora pretendemos hablarles. Pero no la apaguen del todo: beban, pero no intenten saciarse completamente. La fuente viva, la fuente de la vida nos invita ya a ir a él, diciéndonos: El que tenga sed que venga a mí y que beba.

Traten de entender qué es lo que van a beber. Que se lo diga Jeremías. Mejor dicho, que se lo diga el que es la misma fuente: Me abandonaron a mí, fuente de agua viva —oráculo del Señor—.
Así, pues, nuestro Señor Jesucristo en persona es la fuente de la vida. Por eso, nos invita a ir a él, que es la fuente, para beberlo. Lo bebe quien lo ama, lo bebe quien trata de saciarse de la palabra de Dios. El que tiene suficiente amor también tiene suficiente deseo. Lo bebe quien se inflama en el amor de la sabiduría.


Observen de dónde brota esa fuente. Precisamente de donde nos viene el pan. Porque uno mismo es el pan y la fuente: el Hijo único, nuestro Dios y Señor Jesucristo, de quien siempre hemos de tener hambre. Aunque lo comamos por el amor, aunque lo vayamos devorando por el deseo, tenemos que seguir con ganas de él, como hambrientos. Vayamos a él, como a fuente, y bebamos, tratando de excedernos siempre en el amor; bebamos llenos de deseo y gocemos de la suavidad de su dulzura.

Porque el Señor es bueno y suave; y, por más que lo bebamos y lo comamos, siempre seguiremos teniendo hambre y sed de él, porque esta nuestra comida y bebida no puede acabar nunca de comerse y beberse; aunque se coma, no se termina, aunque se beba, no se agota, porque este nuestro pan es eterno y esta nuestra fuente es perenne y esta nuestra fuente es dulce. Por eso, dice el profeta:
Sedientos todos, acudan por agua. 


Porque esta fuente es para los que tienen sed, no para los que ya la han apagado. Y, por eso, llama a los que tienen sed, aquellos mismos que en otro lugar proclama dichosos, aquellos que nunca se sacian de beber, sino que, cuanto más beben, más sed tienen.

Con razón, pues, hermanos, hemos de anhelar, buscar y amar a aquel que es la Palabra de Dios en el cielo, la fuente de la sabiduría, en quien, como dice el Apóstol, están encerrados todos los tesoros del saber y el conocer, tesoros que Dios brinda a los que tienen sed.

Si tienes sed, bebe de la fuente de la vida; si tienes hambre, come el pan de la vida. Dichosos los que tienen hambre de este pan y sed de esta fuente; nunca dejan de comer y beber y siempre siguen deseando comer y beber. 

Tiene que ser muy apetecible lo que nunca se deja de comer y beber, siempre se apetece y se anhela, siempre se gusta y siempre se desea; por eso, dice el rey profeta: Gusten y van qué dulce, qué bueno es el Señor.

San Columbano, Instrucción 13 sobre Cristo, fuente de vida (1-2: Opera, Dublín 1957.pp. 116-118)
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Tú, Señor, eres todo lo nuestro

Hermanos, seamos fieles a nuestra vocación. A través de ella nos llama a la fuente de la vida aquel que es la vida misma, que es fuente de agua viva y fuente de vida eterna, fuente de luz y fuente de resplandor, ya que de él procede todo esto: sabiduría y vida, luz eterna.

El autor de la vida es fuente de vida, el creador de la luz es fuente de resplandor. 

Por eso, dejando a un lado lo visible y prescindiendo de las cosas de este mundo, busquemos en lo más alto del cielo la fuente de la luz, la fuente de la vida, la fuente de agua viva, como si fuéramos peces inteligentes y que saben discurrir; allí podremos beber el agua viva que salta hasta la vida eterna.

Dios misericordioso, piadoso Señor, haznos dignos de llegar a esa fuente. 
En ella podré beber también yo, con los que tienen sed de ti, un caudal vivo de la fuente viva de agua viva. 

Si llegara a deleitarme con la abundancia de su dulzura, lograría levantar siempre mi espíritu para agarrarme a ella y podría decir: 
«¡Qué grata resulta una fuente de agua viva de la que siempre mana agua que salta hasta la vida eterna!»

Señor, tú mismo eres esa fuente que hemos de anhelar cada vez más, aunque no cesemos de beber de ella. Cristo Señor, danos siempre esa agua, para que haya también en nosotros un surtidor de agua viva que salta hasta la vida eterna. Es verdad que pido grandes cosas, ¿quién lo puede ignorar? Pero tú eres el rey de la gloria y sabes dar cosas excelentes, y tus promesas son magníficas. No hay ser que te aventaje. Y te diste a nosotros. Y te diste por nosotros.

Por eso, te pedimos que vayamos ahondando en el conocimiento de lo que tiene que constituir nuestro amor. No pedimos que nos des cosa distinta de ti. Porque tú eres todo lo nuestro: nuestra vida, nuestra luz, nuestra salvación, nuestro alimento, nuestra bebida, nuestro Dios.

Infunde en nuestros corazones, Jesús querido, el soplo de tu espíritu e inflama nuestras almas en tu amor, de modo que cada uno de nosotros pueda decir con verdad: «Muéstrame al amado de mi alma, porque estoy herido de amor».

Que no falten en mí esas heridas, Señor. Dichosa el alma que está así herida de amor. Esa va en busca de la fuente. Esa va a beber. Y, por más que bebe, siempre tiene sed. Siempre sorbe con ansia, porque siempre bebe con sed. Y así, siempre va buscando con amor, porque halla la salud en las mismas heridas. Que se digne dejar impresas en lo más íntimo de nuestras almas esas saludables heridas el compasivo y bienhechor médico de nuestras almas, nuestro Dios y Señor Jesucristo, que es uno con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.


San Columbano, Instrucción 13 sobre Cristo, fuente de vida (2-3: Opera, Dublín 1957 pp. 118-120)

viernes, 23 de noviembre de 2018

Biography of Saint Columban / Biografía de San Columbano

San Columbano de Luxeuil y de Bobbio.
23 de noviembre  (c.540 - 615).

San Columbano, abad, nació en Irlanda (540 d.C), 
y se hizo peregrino por Cristo para evangelizar a las gentes de  Francia.
Fundó el monasterio de Luxeuil además de otros monasterios en Francia, Austria, Suiza e Italia. 

Los administró gracias a una estricta observancia de la regla irlandesa. Obligado al exilio, 
cruzó los Alpes y fundó en Emilia su último monasterio: El de Bobbio. 

Los monasterios Columbanos fueron célebres por su disciplina y los estudios. Columbano murió mientras iba a rezar en solitario a las afueras de Bobbio buscando paz e inspiración. Su cuerpo fue enterrado un día como hoy pero su regla pervivió por casi mil años. 

Columbano era nativo de Leinster (Irlanda), hijo de Fedilmid, nieto de Fergus, bisnieto de Conall Gulban, tataranieto de Niall, el de los “Nueve Rehenes”. Contra los deseos de su madre, se convirtió en un monje, y vivió en monasterios irlandeses hasta los 50 años de edad. De todo el pueblo gaélico Columbano fue un hombre de gran noble estirpe. De gran porte y belleza y debido a sus antepasados pudo haber reinado en Irlanda, pero prefirió servir a Dios, renunciando a los placeres de la carne y del mundo. 

Se formó intelectual y ascéticamente (tras un período de vida eremítica) primero en el monasterio de Cluain-Inis, bajo la dirección del sabio Senel y después (558) en el monasterio de Bangor, fundado por san Congal. Columbano fue un representante de la escuela ascética más rigurosa de las islas Británicas, decidió dejar la vida monástica en la isla. Se dice que Columbano fundó en el año 563, la abadía de Kells y también se le atribuye la autoría del famoso “Libro de Kells”, abandonó Irlanda.

Columbano abandonó Irlanda con doce compañeros para dedicarse a la obra de evangelización. Marchó a Escocia (570-574), donde se dedicó a la evangelización, y fundó un monasterio en la isla de Iona que floreció durante 250 años. Prácticamente en el mismo momento en que St Augustine abandonaba el continente para predicar el Evangelio en Inglaterra por mandato del Papa Gregorio Magno-, que se decidió a abandonar su país de origen e ir a la Galia a predicar el evangelio de Cristo allí. Con 12 compañeros se hizo a la mar y finalmente ancló en Bretaña. Desde allí se dirigió a Borgoña, donde fundó monasterios en lo que hoy es Luxeuil-les-Bains, Annegray y Fontaine, todos ellos ligeramente al nor-oeste de los macizos o montañas de los Vosgos (Massif des Vosges en Francés, Vogesen en alemán), es un sistema montañoso en el noreste de Francia, frontera natural entre las regiones de Alsacia y de Lorena, cerca de la frontera con Alemania).

El el continente Europeo trabajó entre los pueblos extranjeros de Austrasia (575-588); luego en Borgoña, cuyo reino se extendía por buena parte de la Galia donde el rey san Gontrán, lo invitó a quedarse. Allí fundó sucesivamente tres monasterios: Annegray, Luxeuil y Fontaines.

Cuando el número de los monjes alcanzó los 250, Columbano compuso primero una Regla 
(ayuno, oración, trabajo, lectura diaria), que se convirtió (junto a la Regla de san Benito) en la forma más apropiada de vivr el evangelio para los hombres del siglo VI.

San Columbano decía:
"Que el monje viva bajo la ley de uno solo, y en compañía de muchos,
para aprender de unos la humildad, y de otros, la paciencia.

Que no haga lo que le plazca; que coma lo que le manden;
que no tenga sino lo que le den, que obedezca a quien le desagrada.

Irá al lecho agotado por el cansancio, durmiendo ya al dirigirse a él, dejándole sin terminar el sueño. Rece siempre, trabaja siempre, estudie siempre".

Más tarde, Columbano implementa un “Penitencial”, con las reglas penales "tarifadas" en uso en Irlanda, para la confesión individual secreta.

Tras varios altercados con la corte borgoñona y con misma Iglesia franca debido a su firme posición (por la fijación de la fecha de las fiestas pascuales, por la defensa de la moral cristiana y por los usos monásticos), fue expulsado de Borgoña (luego de censurar a la reina Brunequilda). Fue obligado a reembarcarse hacia su isla natal, más su barco encalló y fue llevado al reino de Clotario, en Rouen (Neustria), donde logró imponer el respeto de su concepción particular sobre la ley cristiana.  Algunos años más tarde, el rey franco Teodorico, cuya vida disoluta Columbano reprochaba enérgicamente, lo obligó a abandonar el país.

Más tarde se dirigió a la alta Renania; pero atraído por Roma, partió para Italia; llegó primero a Tuggen, en el lago de Zurich (de donde fue expulsado), y después a Bregenz, en el lago de Constanza (también aquí se le rechazó), aquí puso junto con san Galo, la primera piedra de lo que sería el monasterio de Mehrerau. Su monje san Galo se negó a seguirlo porque esperaba poder evangelizar ese lugar. San Columbano decidió ir a Italia. Viajó en barco por el río Mosela y el Rin, pasando por Karlsruhe, y finalmente cruzó los Alpes, para llegar a la llanura del Po donde fundó su último monasterio en Bobbio.

Acogido por los reyes lombardos (Agilulfo y Teodolinda), se pone a disposición de la ortodoxia de la sede de Pedro, y de los concilios de Constantinopla y Calcedonia, en la disputas dogmáticas de su época para combatir las herejías arrianas y nestorianas, así como con el cisma relacionado con los llamados “Tres Capítulos”.

Se envolvió en disputas con los obispos galos, porque quería imponer la fecha irlandesa de la fiesta de la Pascua, en contra de la romana. El Papa le hizo varias llamadas para que se pusiera de su lado pero todo fue en vano. Columbano invocó al Papa para que sancione a los obispos que no seguían la condena del II Concilio de Constantinopla. En contraste con los lombardos arrianos, fue obligado a retirarse al Apenino ligur, donde fundó el monasterio de Bobbio. Aquí vivió en soledad hasta su muerte.

Su vida monacal era muy austera e hizo vivir la misma regla a donde iba, no cambió nunca la rigidez de la regla. En su regla, olvidarse un "amén" en el coro significaba 30 azotes, y una intemperancia en el comer se pagaba con una semana a pan y agua.

Ayunos y disciplinas eran prácticas diarias. La rigidez de su regla chocó ya sea con la autoridad civil, como con la eclesiástica. Cuando sus monasterios se unieron a los monasterios benedictinos, su ascetismo influyó mucho en la espiritualidad medieval. San Columbano murió en paz en la edad de 70 años en las afueras de Bobbio, – como dice el Salmo 90, 10: "Aunque vivamos setenta años y el más robusto hasta ochenta, afanarse por ellos es fatiga inútil, porque pasan aprisa y volamos."

San Columbano tuvo mucha fuerza, y esto es en gran parte cierto acerca de su vida, vivió confiando su vida a Dios, vivió confiando en Dios.

San Eustaquio le sucedió en el monasterio de Luxeuil. Columbano fue famoso tanto por sus profecías como por haber sido la causa del primer pleito sobre los derechos de autor que conoce la historia. En este caso la sentencia fue que “a cada vaca su ternero y a cada libro su copyright”. Está enterrado en Armagh, Irlanda, junto con san Patricio y santa Brígida. Patrón de Irlanda.

Oremos:
Señor, Dios nuestro,
que has unido de modo admirable en el abad san Columbano
la tarea de la evangelización y el amor a la vida monástica,
concédenos, por su intercesión y su ejemplo,
que te busquemos a ti sobre todas las cosas
y trabajemos por la propagación de tu reino.
Por nuestro Señor Jesucristo, Rey de la gloria
que vive y reina contigo y el Espíritu Santo

por los siglos de los siglos, ¡Amén!

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Romanos, 14-16:
Alégrense con los que están alegres, y lloren con los que lloran.

Bendigan a los que los persiguen,
bendigan y no maldigan nunca". 

Por eso también nosotros damos siempre gracias a Dios,
porque, cuando escucharon la Palabra de Dios
que les predicamos, la recibieron, no como palabra humana,
sino como realmente es, Palabra de Dios,

que actúa en ustedes, los creyentes. 

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And for this reason, we too give thanks to God
unceasingly, that,
in receiving the word of God from hearing us,
you received it not as the word of men,
but as it truly is, the word of God,
which is now at work in you who believe. (1Tes. 2, 13)






Lord, we pray
for nothing to be given to us
other than Yourself.

For you are our everything,
our life, our light,
our salvation, our God.

I ask you, Lord Jesus,
to inspire our hearts
with the breadth of you spirit,
and to pierce our souls
with your love.

Having you,
we have everything!
Amén!



Señor, hoy oramos
no para pedirte nada,
solo queremos tenerte a ti.

Porque solo Tú
eres nuestro todo,
nuestra vida, nuestra luz,
nuestra salvación, nuestro Dios.

Te pedimos,
Señor Jesús,
que inspires nuestros corazones
con la amplitud de Tu espíritu,
y que perfores nuestras almas
con tu amor.

¡Teniéndote a Ti,
lo tenemos todo!
¡Amén!

Lectura Patrística - San Columbano, Abad y Monje Misionero


 Lectura Patrística

En Lenguaje Latinoamericano 

 San Columbano
 Abad y Monje Misionero


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LA GRANDEZA DEL HOMBRE CONSISTE EN SU SEMEJANZA CON DIOS,
CON TAL DE QUE LA CONSERVE
San Columbano, abad De las instrucciones (Instrucción 11, Sobre el amor, 1-2: Opera, Dublin, 106-197)

Hallamos escrito en la ley de Moisés:
“Creó Dios al hombre a su imagen y semejanza”.

Consideren, se lo ruego, la grandeza de esta afirmación;
el Dios omnipotente, invisible, incomprensible, inefable, incomparable,
al formar al hombre del barro de la tierra,
lo ennobleció con la dignidad de su propia imagen.

¿Qué hay de común entre el hombre y Dios, entre el barro y el espíritu?
Porque Dios es espíritu. Es prueba de gran estimación el que Dios
haya dado al hombre la imagen de su eternidad y la semejanza de su propia vida. La grandeza del hombre consiste en su semejanza con Dios,
con tal de que la conserve.

Si el alma hace buen uso de las virtudes plantadas en ella,
entonces será de verdad semejante a Dios. Él nos enseñó, por medio de sus preceptos, que debemos redituarle frutos de todas las virtudes que sembró en nosotros al crearnos.
Y el primero de estos preceptos es: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, ya que él nos amó primero, desde el principio y antes de que existiéramos. Por lo tanto, amando a Dios es como renovamos en nosotros su imagen. Y ama a Dios el que guarda sus mandamientos, como dice él mismo: Si me amas, guardarás mis mandatos. Y su mandamiento es el amor mutuo, como dice también: Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado.

Pero el amor verdadero no se practica sólo de palabra, sino de verdad y con obras. Retornemos, pues, a nuestro Dios y Padre su imagen inviolada; retornémosela con nuestra santidad, ya que él ha dicho: Sean santos, porque yo soy santo; con nuestro amor, porque él es amor, como atestigua Juan, al decir: Dios es amor; con nuestra bondad y fidelidad, ya que él es bueno y fiel. No pintemos en nosotros una imagen ajena; el que es cruel, iracundo y soberbio pinta, en efecto, una imagen tiránica.

Por esto, para que no introduzcamos en nosotros ninguna imagen tiránica, dejemos que Cristo pinte en nosotros su imagen, la que pinta cuando dice: La paz les dejo, mi paz les doy. Mas, ¿de qué nos servirá saber que esta paz es buena, si no nos esforzamos en conservarla? Las cosas mejores, en efecto, suelen ser las más frágiles, y las de más precio son las que necesitan de una mayor cautela y una más atenta vigilancia; por esto, es tan frágil esta paz, que puede perderse por una leve palabra o por una mínima herida causada a un hermano. Nada, en efecto, resulta más placentero a los hombres que el hablar de cosas ajenas y meterse en los asuntos de los demás, proferir a cada momento palabras inútiles y hablar mal de los ausentes; por esto, los que no pueden decir de sí mismos: : Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento, mejor será que se callen y, si algo dijeren, que sean palabras de paz.

R/. El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra,
       les voy a decir a qué se parece: Se parece a uno que edificaba una casa:
       cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca.

V/. El temor del Señor lo supera todo, el que lo posee es incomparable.
R/. Se parece a uno que edificaba una casa:
       cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca.

 Oremos:
Señor, Dios nuestro, que has unido de modo admirable en el abad san Columbano
la tarea de la evangelización y el amor a la vida monástica,
concédenos, por su intercesión y su ejemplo,
que te busquemos a ti sobre todas las cosas
y trabajemos por la propagación de tu reino.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. ¡Amén!

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LUZ PERENNE EN EL TEMPLO DEL PONTÍFICE ETERNO
De las Instrucciones de san Columbano, abad

(Instrucción 12, Sobre la compunción, 2-3: Opera, Dublín 1957, pp. 112-114)

¡Cuán dichosos son aquellos siervos, a quienes el amo a su llegada encuentra velando! Feliz aquella vigilia en la cual se espera al mismo Dios y Creador del universo, que todo lo llena y todo lo supera.

¡Ojalá se dignara el Señor despertarme del sueño de mi desidia, a mí, que, aun siendo vil, soy su siervo! ¡Ojalá me inflamara en el deseo de su amor inconmensurable y me encendiera con el fuego de su divina caridad!; resplandeciente con ella, brillaría más que los astros y todo mi interior ardería continuamente con este divino fuego.

¡Ojalá mis méritos fueran tan abundantes que mi lámpara ardiera sin cesar, durante la noche, en el templo de mi Señor e iluminara a cuantos penetran en la casa de mi Dios! Concédeme, Señor, te lo suplico en nombre de Jesucristo, tu Hijo y mi Dios, un amor que nunca mengüe, para que con él brille siempre mi lámpara y no se apague nunca y sus llamas sean para mí fuego ardiente y para los demás luz brillante.

Señor Jesucristo, dulcísimo Salvador nuestro, dígnate encender tú mismo nuestras lámparas para que brillen sin cesar en tu templo y de ti, que eres la luz perenne, reciban ellas la luz indeficiente con la cual se ilumine nuestra oscuridad y se alejen de nosotros las tinieblas del mundo. Te ruego, Jesús mío, que enciendas tan intensamente mi lámpara con tu resplandor que, a la luz de una claridad tan intensa, pueda contemplar el santo de los santos que está en el interior de aquel gran templo, en el cual tú, Pontífice eterno de los bienes eternos, has penetrado; que allí, Señor, te contemple continuamente y pueda así desearte, amarte y quererte solamente a ti, para que mi lámpara, en tu presencia, esté siempre luciente y ardiente.

Te pido, Salvador amantísimo, que te manifiestes a nosotros, que llamamos a tu puerta, para que, conociéndote, te amemos sólo a ti y únicamente a ti; que seas tú nuestro único deseo, que día y noche meditemos sólo en ti y en ti únicamente pensemos. Alumbra en nosotros un amor inmenso hacia ti, cual corresponde a la caridad con la que Dios debe ser amado y querido; que esta nuestra dilección hacia ti invada todo nuestro interior y nos penetre totalmente, y hasta tal punto inunde todos nuestros sentimientos que nada podamos ya amar fuera de ti, el único eterno. Así, por muchas que sean las aguas de la tierra y del firmamento nunca llegarán a extinguir en nosotros la caridad, según aquello que dice la Escritura: Las aguas torrenciales no podrían apagar el amor.

Que esto llegue a realizarse, al menos parcialmente, por don tuyo, Señor Jesucristo, a quien pertenece la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
  
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LA INSONDABLE PROFUNDIDAD DE DIOS
De las Instrucciones de san Columbano, abad
(Instrucción 1, Sobre la fe, 3-5: Opera, Dublín 1957, pp. 62-66)

Dios está en todas partes, es inmenso y está cerca de todos, según atestigua de sí mismo: Yo soy -dice- un Dios cercano, no lejano. El Dios que buscamos no está lejos de nosotros, ya que está dentro de nosotros, si somos dignos de esta presencia. Habita en nosotros como el alma en el cuerpo, a condición de que seamos miembros sanos de él, de que estemos muertos al pecado. Entonces habita verdaderamente en nosotros aquel que ha dicho: Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos. Si somos dignos de que él esté en nosotros, entonces somos realmente vivificados por él, como miembros vivos suyos: Pues en él -como dice el Apóstol- vivimos, nos movemos y existimos.

¿Quién, me pregunto, será capaz de penetrar en el conocimiento del Altísimo, si tenemos en cuenta lo inefable e incomprensible de su ser? ¿Quién podrá investigar las profundidades de Dios? ¿Quién podrá gloriarse de conocer al Dios infinito que todo lo llena y todo lo rodea, que todo lo penetra y todo lo supera, que todo lo abarca y todo lo trasciende? A Dios ningún hombre vio ni puede ver. Nadie, pues, tenga la presunción de preguntarse sobre lo indescifrable de Dios, qué fue, cómo fue, quién fue. Éstas son cosas inefables, inescrutables, impenetrables; limítate a creer con sencillez, pero con firmeza, que Dios es y será tal cual fue, porque es inmutable.

¿Quién es, por tanto, Dios? El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios. No indagues más acerca de Dios; porque los que quieren saber las profundidades insondables deben antes considerar las cosas de la naturaleza. En efecto, el conocimiento de la Trinidad divina se compara con razón a la profundidad del mar, según aquella expresión del Eclesiastés: Profundo quedó lo que estaba profundo: ¿quién lo alcanzará? Porque, del mismo modo que la profundidad del mar es impenetrable a nuestros ojos, así también la divinidad de la Trinidad escapa a nuestra comprensión. Y por esto, insisto, si alguno se empeña en saber lo que debe creer, no piense que lo entenderá mejor disertando que creyendo; al contrario, al ser buscado, el conocimiento de la divinidad se alejará más aún que antes de aquel que pretenda conseguirlo.

Busca, pues, el conocimiento supremo, no con disquisiciones verbales, sino con la perfección de una buena conducta; no con palabras, sino con la fe que procede de un corazón sencillo y que no es fruto de una argumentación basada en una sabiduría irreverente. Por tanto, si buscas mediante el discurso racional al que es inefable, estará lejos de ti, más de lo que estaba; pero, si lo buscas mediante la fe, la sabiduría estará a la puerta, que es donde tiene su morada, y allí será contemplada, en parte por lo menos. Y también podemos realmente alcanzarla un poco cuando creemos en aquel que es invisible, sin comprenderlo; porque Dios ha de ser creído tal cual es, invisible, aunque el corazón puro pueda, en parte, contemplarlo.

R/. El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra,
       les voy a decir a qué se parece: Se parece a uno que edificaba una casa:
       cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca.

V/. El temor del Señor lo supera todo, el que lo posee es incomparable.
R/. Se parece a uno que edificaba una casa:
       cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca.

 Oremos:
Señor, Dios nuestro, que has unido de modo admirable en el abad san Columbano
la tarea de la evangelización y el amor a la vida monástica,
concédenos, por su intercesión y su ejemplo,
que te busquemos a ti sobre todas las cosas
y trabajemos por la propagación de tu reino.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. ¡Amén!

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TÚ ERES, SEÑOR, TODO NUESTRO BIEN
De las Instrucciones de san Columbano; abad
(Instrucción 13, Sobre Cristo fuente de vida, 2-3: Opera, Dublín 1957, pp. 118-120)

Escuchemos, hermanos, la voz de la Vida que nos invita a beber de la fuente de vida; el que nos llama es no sólo fuente de agua viva, sino también fuente de vida eterna, fuente de luz y de claridad; él es aquel de quien proceden todos los bienes de sabiduría, de vida y de luz eterna. El Autor de la vida es fuente de vida, el Creador de la luz es origen de toda claridad; por eso, despreciando las cosas visibles y pasando por encima de las cosas terrestres, dirijámonos hacia los bienes celestiales, sumergidos en el Espíritu como los peces en el agua, y dirijámonos a la fuente del agua viva para beber de ella el agua viva que brota para comunicar vida eterna.

Ojalá te dignaras, Dios de misericordia y Señor de todo consuelo, hacerme llegar hasta aquella fuente, para que en ella pudiera, junto con todos los sedientos, beber del agua viva en la fuente viva y, saciado con su abundante suavidad, me adhiriera con fuerza cada vez mayor a un tal manantial y pudiera decir: «¡Cuán dulce es la fuente del agua viva, cuyo manantial brota para comunicar vida eterna!»

Oh Señor, tú mismo eres aquella fuente que, aunque siempre bebamos de ella, siempre debemos estar deseando. Señor Jesucristo, danos sin cesar de ese agua para que brote en nuestro interior una fuente de agua viva que nos comunique la vida eterna. Pido cosas ciertamente grandes, ¿quién lo negará? Pero tú, Rey de la gloria, nos prometes dones excelsos y te complaces en dárnoslos: nada hay más excelso que tú mismo, y tú has querido darte y entregarte a nosotros.

Por eso te pedimos que nos enseñes a valorar lo que amamos, que eres tú mismo, pues nuestro amor no desea bien alguno fuera de ti. Tú eres, Señor, todo nuestro bien, nuestra vida y nuestra luz, nuestra salvación, nuestro alimento y nuestra bebida. Infunde en nuestro corazón, Señor Jesús, la suavidad de tu Espíritu y hiere nuestra alma con tu amor para que cada uno de nosotros pueda decir con toda verdad: «Muéstrame dónde está el amor de mi alma, porque desfallezco, herido de amor.»

Deseo, Señor, desfallecer herido de esta forma. Dichosa el alma a quien de esta manera ha herido el amor: esta alma busca la fuente y bebe, siempre, sin embargo, bebiendo tiene sed, deseando encuentra agua, teniendo sed siempre bebe; así, amando siempre busca y cuando es herida es sanada. Ojalá se digne herirnos de este modo nuestro Dios y Señor Jesucristo, el piadoso y poderoso médico de nuestras almas, que es uno con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.


 R/. El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra, 
       les voy a decir a qué se parece: Se parece a uno que edificaba una casa:
       cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca.

V/. El temor del Señor lo supera todo, el que lo posee es incomparable.
R/. Se parece a uno que edificaba una casa:
       cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca.

 Oremos:
Señor, Dios nuestro, que has unido de modo admirable en el abad san Columbano
la tarea de la evangelización y el amor a la vida monástica,
concédenos, por su intercesión y su ejemplo,
que te busquemos a ti sobre todas las cosas
y trabajemos por la propagación de tu reino.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. ¡Amén!

† (se hace la señal de la cruz mientras se dice:)

V/. Bendigamos al Señor.

R/. ¡Demos gracias a Dios!